Joaquín de California

(“…que bien se baila sobre la tierra firme…”)

Cuento escrito por Ramiro Gigliotti, Buenos Aires, publicado por la revista argentina Tangauta, nro. 183, diciembre 2009

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Joaquín de California, el actor que enamoraba a todas, arribó a Buenos Aires una fría mañana de 1954 gastando el más estricto de los incógnitos. Rápidamente se internó en las calles del puerto y encontró hospedaje en una triste pensión, de esas con colchones húmedos y lamparitas colgando del cable.

Había sido enviado para aprender a bailar el tango y conocer de primera mano el verdadero mundo de los arrabales. El sigilo era fundamental para que su fama internacional no terminara arruinando el cometido. Fue por eso que, en los primeros días, apenas si salió de la pieza y las pocas veces que lo hizo tomó la precaución de difumarse tras las gruesas solapas del sobretodo y el dintel que, sobre la frente, le formaba el ala ancha de un sombrero azul.

Con el correr de los días comprendió que, aún sin las precauciones del disimulo, nadie lo reconocía: la posibilidad de encontrarse a la máxima estrella del cine norteamericano cruzando la calle Chacabuco era lo suficientemente inverosímil. El gran Joaquín de California, el galán latino que conquistara Hollywood, el dueño indiscutido de los suspiros de la platea femenina, era groseramente ignorado en las veredas de San Telmo.

Al mes de su llegada, arribó el primer telegrama de la Paramount. La empresa quería saber cómo iban las cosas: si había aprendido los rudimentos del baile y si ya estaba en condiciones de regresar a Hollywood para comenzar el rodaje de Sangre, sudor y tango. Contestó que había hecho grandes progresos, pero que la danza era compleja, y debía esforzarse un tiempo más.

Cuando llegó el segundo telegrama, trasluciendo desde luego cierta preocupación, Joaquín de California ya se había hecho medianamente conocido en el ambiente: su andar centroamericano lo volvía inimitable a la hora de bailar la milonga. Iba al baile todas las noches y, por las tardes, tomaba lecciones en las Academias Gaeta. El tango y sus sombras lo subyugaron tanto que en cierto momento olvidó para qué había sido enviado a Buenos Aires y, sin darse cuenta, se fue mimetizando con los porteños: comenzó a virar su acento, a caminar con el pechito inflado y aprendió a mirar con desprecio.

Una tarde, a la salida del Hipódromo, advirtió su foto en la portada de un folletín de espectáculos. En letras de molde se leía: “Joaquín de California, su trágico final”. Entre curioso y risueño compró la revista y empezó a hojearla en el tranvía. La nota hacía un racconto generoso de su carrera y, al llegar a su misteriosa desaparición, trazaba tres hipótesis igualmente oscuras sobre “el triste final del querido actor”. En un pequeño recuadro, un directivo de la Paramount se declaraba consternado y rezaba para que los rumores sobre su cobarde asesinato no tuvieran asidero.

Joaquín llegó a su pieza con la garganta seca y una sensación extraña. Abrió el cajón de la mesita de luz y sacó los telegramas que nunca había contestado. Eran seis.

Nada más se supo de él. El dueño de la pensión dijo que los tipos que habían ido a buscarlo eran cuatro, más bien grandotes y no hablaban español, le pareció que hablaban inglés, pero no pudo confirmarlo.

Aquel año se estrenó Sangre, sudor y tango, con el gran Tyrone Power.