Amor en bandeja

(“… Has vuelto, dulce bien...”),

Cuento escrito por Ramiro Gigliotti, Buenos Aires, publicado por la revista argentina Tangauta, nro. 189, junio 2010

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“¡Qué lo parió, cómo baila esta gringa!”  –fue el inoportuno comentario que Sanabria dejó caer frente a nosotras, camino a su mesa. Cáustica gota que acabó por hacer rebalsar un vaso ya cargado: linda, gringa y encima bailaba bien. Cualquiera de las tres cualidades alcanzaba por sí sola para granjearse la merecida antipatía de dos milongueras hechas y derechas como mi amiga y esta cronista; las tres juntas eran demasiado.

Llegó calladita y se ubicó en la zona de la barra, con mi amiga lo vimos claramente. Una mujer atractiva, es verdad, del tipo misteriosa, es cierto, aunque tampoco era Rita Hayworth. Llevaba una falda plisada, muy elegante, con un tajo que hubiese puesto en ridículo a cualquiera de nosotras y unos zapatos divinos que –dato insoportable– no eran de ninguna de las zapaterías de tango. Bastó con que se quitara el abrigo para que supiésemos que el resto de la noche iba a girar en torno suyo.

Pidió una copa de champagne y se dedicó a mirar la pista entre apática y desganada. Con mayor o menor disimulo los hombres comenzaron a impacientarse; con mayor o menor resistencia, las mujeres también. Un par de guapetones que amagaron invitarla a bailar cambiaron de idea a último momento, inhibidos; con mi amiga, lo vimos claramente.

Una rato más tarde, cuando ya llevaba más de media hora planchando, Sanabria se le animó y la curiosidad invadió inmediatamente el salón. Ella bailó seca e inmutable y el viejo, que se sabía observado, descolló con lo mejor de su repertorio. La gringa no bailaba mal, es verdad, aunque tampoco era Maya Plisetskaya… Terminó la tanda y regresó a la barra para seguir contemplando, ajena y etérea, casi aburrida, el deslucido devenir de la milonga.

Sobrevino, entonces, el “¡Qué lo parió, como baila esta gringa!” que el ridículo de Sanabria dejó caer, orondo, frente a nosotras. Y en ese preciso instante, mientras con mi amiga estábamos a punto de prendernos fuego, llegó El Exquisito.

Ella se sonrió, yo la vi. Se sonrió, y el odio retorcido y maloliente que había despertado en mi amiga y en mí se transformó en el más demencial instinto asesino. Con Sanabria vaya y pase; con El Exquisito, no.

Un rápido paneo reveló que no éramos las únicas indignadas: había dientes apretados, ceños fruncidos y miradas oscuras. Mi amiga y yo tuvimos que contenernos mutuamente para no hacer un papelón.

El Exquisito dio algunas vueltas tratando en vano de hacerse invisible hasta que finalmente se instaló en la barra, al lado de ella. Todo el mundo se dio cuenta. Es más, era evidente que se habían citado. A la gringa se la veía súbitamente simpática y animada. Él, en cambio, parecía estar incómodo; con mi amiga lo vimos claramente.

Recién cuando sonó Di Sarli salieron a bailar. Caminaron hacia la pista ante la envidia primaria y babosa de la fauna masculina y la punzante indiferencia de la platea femenina. El aire parecía hielo. Se abrazaron con suavidad, suspiraron brevemente y bailaron la tanda más hermosa que he visto bailar en mi vida… aunque, a decir verdad, tampoco es que fueron Fred Astaire y Ginger Rogers.

Mientras regresaban a la barra, una moza tuvo la desdicha de que se le resbalara la bandeja: dos copas de vino tinto, un cortado, tres empanadas y una gaseosa light dieron de lleno en la impoluta elegancia de la feliz pareja.

En el transcurso de la noche, fueron varias las que se acercaron a felicitar a la moza, con mi amiga lo vimos claramente.