El Cachirulo de Buenos Aires - Según las reglas milongueras

Artículo escrito por Ute Neumaier, Buenos Aires, publicado en la revista alemana Tangodanza, Nro. 39, octubre 2009

Cachirulo es un tango de Troilo y el nombre que le dieron Héctor Pellozo y Norma Zugasti a su milonga tradicional de los sábados en el microcentro de Buenos Aires. El Cachirulo les gusta a los jóvenes y a la gente grande, a los porteños y a los extranjeros. Al doblar en la avenida Corrientes para entrar a la calle Maipú, ya se escuchan los primeros compases del dos por cuatro.

Una escalera estrecha y empinada nos lleva hacia arriba y nos da acceso a un mundo con leyes propias. Marta, una amable cajera, le cobra quince pesos al que llega y le da una entrada a cambio. Una cortina pesada esconde una sala cuyo movimiento, aunque todavía no se ve, se percibe. Esperando del otro lado, la curiosidad aumenta. Por fin, se abre, y Norma, cálidamente, invita al visitante a entrar. Le cambia el pase por un ticket numerado –un ritual cuyo sentido se revela más tarde a la hora del sorteo–. La luz es fuerte y cruel; el sonido, que zumba desde unos parlantes, es algo a lo que el oído sensible de los europeos tiene que ir acostumbrándose de a poco. Héctor, organizador de la milonga y gentil anfitrión, lleva al recién llegado a su mesa. La escena recuerda a las películas de Fellini: en una pared, mujeres de entre 17 y 70 hacen una fila debajo de un espejo alargado, impresionantemente arregladas, con un aspecto desenfadado –todas, sin excepción, en tacos altísimos– y estrictamente separadas de los hombres, que están ubicados contra una pared frente a ellas. Con ganas de bailar, hombres y mujeres se miran desde sus respectivos lados de la pista –abierta o disimuladamente–. La mujer que quiere bailar debe elegir rápido una pareja; entonces, les pone el ojo a sus posibles candidatos antes de que termine la tanda. El aire acondicionado o, en su defecto, los ventiladores –con su zumbido–, a veces, enfrían un poco al extranjero que no está acostumbrado. La música y el encanto espectacular de Cachirulo contagian tanto que, al poco tiempo, le agarran a uno ganas de moverse. Ahí se baila bien, el ambiente es alegre; uno adquiere, enseguida, esas ganas de festejar que caracterizan a los argentinos.

El musicalizador, Carlos Rey, pone lo tradicional. Héctor dice: «Quiero levantar la milonga con los tangos de Tanturi, Vargas, Di Sarli con Rufino, D’Arienzo… Recién avanzada la noche, le permito a Carlitos pasar Pugliese». A partir de las 23.00, hay, cada treinta minutos, una tanda de folclore, de rock, de merengue y de swing. La tanda “Cachirulo” es, para ciertas personas, un momento especial de la noche. Con cada tango, la luz se apaga un poquito más hasta que las parejas terminan bailando sumergidas en una oscuridad total. Esto nos remonta a las viejas tandas de boleros para los enamorados, que, tiempo atrás, existían porque los hombres tenían pocas posibilidades de acercarse a las mujeres. Según Norma, era mucho más complicado que hoy en día.

Desde ya, en «el Cachi» –como los habitúes lo llaman cariñosamente–, las tradiciones se cuidan y se mantienen, siempre con gracia y de manera simpática. La marca de «el Cachi» son las hojas plastificadas con las reglas doradas de la milonga, traducidas a diez idiomas. Otra curiosidad son las tarjetas rojas y amarillas que Héctor usa siempre de forma discreta y graciosa en caso de que los bailarines descuiden las reglas. «Cada vez había más gente joven y extranjera que no conocía las reglas de la milonga tradicional. Se las queríamos transmitir sutilmente, como un chiste. Nuestros bailarines, de distintas partes del mundo, las tradujeron a su idioma. No queremos reprender a nadie, sino asegurar que una mayor cantidad de milongueras y milongueros puedan bailar en una pista relativamente pequeña sin molestias y choques», explica Héctor. Hasta los jóvenes, que caen tarde a «el Cachi» y que, en otros lugares, bailan un tango más moderno o abierto, respetan las reglas de Héctor como es debido.

Para Héctor, ubicar a la gente es el desafío más grande de la noche. «Todos nuestros fieles habitués tienen su lugar fijo. Cuando viene gente nueva muy temprano para poder estar ubicada adelante, varias veces, no puedo cumplir con su deseo. Lamentablemente, se enojan conmigo, y me da mucha pena; pero, en mi rol de organizador, no tengo la libertad de hacer lo que quiero», dice. También, el hecho de que Héctor ubique a los que vienen acompañados en la última fila no es arbitrario, sino que concuerda con las reglas no escritas de la milonga tradicional. Según ellas, las parejas bailan juntas y, por lo tanto, no tienen que estar adelante, que es el mejor lugar para invitar a bailar o ser invitado. La primera fila se reserva a los bailarines que vienen solos –separados los hombres de las mujeres–. «Otros países, otras costumbres», dice el refrán.

A la noche, muy tarde, se sortean dos botellas de champán, una picada y, dos veces al mes, un par de zapatos. Después, empieza la ronda de los aplausos frenéticos. Se aplaude a todos los que son importantes en el mundo del tango con tanto empeño que al que no está acostumbrado se le suelen cansar los brazos. Se aplaude al fabricante de zapatos, que regala un par para el sorteo; a los maestros de tango; a los organizadores; y a los personajes reconocidos que se hallan presentes. Para mí, el momento culminante es aquel en el que empezamos todos a aplaudirnos a nosotros mismos. Me encanta y siempre pienso: «¡Esto existe solamente en la Argentina!».

Si se disfruta la noche en el Cachirulo, fuera como fuere, siendo observador del movimiento animado o bailando entusiasmado hasta que los pies no den más; el Cachirulo sigue siendo, en ambos casos, una milonga inolvidable que no se encuentra más que en Buenos Aires.

Traducción: Ute Neumaier